La rumba gay en lo que alguna vez fue un teatro

Por Lina Uribe Henao

Al otro lado de las puertas habíamos cerca de 150 personas que esperábamos ingresar al lugar, aunque ya faltaba poco menos de una hora para que fuera media noche. El frío de la capital se intensificaba como de costumbre. Cédula en mano, bolsos abiertos y chaquetas fuera del cuerpo eran las condiciones para pasar el primer filtro. En medio de la incomodidad de las filas que ocupaban casi toda la cuadra, pude ver a las personas que, tan ansiosas como yo, anhelaban entrar a Theatron: hombres con camisas exageradamente ceñidas, mujeres besándose despacio, ojos y labios masculinos maquillados con delicadeza y manos de personas del mismo sexo que se entrelazaban con fuerza. El siguiente paso era alistar los 27.000 pesos que costaba el ingreso y disponerse a disfrutar de la mejor discoteca gay de Colombia.

El teatro que ahora es discoteca

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(Foto tomada de http://queerbogota.files.wordpress.com/2007/04/theatron.jpg?w=420)

Lo que hasta 1995 fue el Teatro Metro Riviera, con unas inmensas cortinas de paño rojo que colgaban del techo y con la proyección de cintas tan aclamadas como Tiburón, se convirtió a finales de los noventa en una de las sedes de la iglesia Oración Fuerte al Espíritu Santo y en el 2002 pasó a ser la discoteca homosexual más grande del país. El estilo de teatro se conserva aún con los techos altos y las amplias salas, aunque el lugar ha tenido varias reformas por la construcción de cada uno de los nueve ambientes en los que se pueden escuchar desde rancheras hasta mezclas de música electrónica en vivo o canciones de los años ochenta. En los seis mil metros cuadrados de superficie que tiene Theatron caben aproximadamente cinco mil personas. Del techo pende una enorme bola discotequera de 1,35 metros de diámetro y seis mil cuadros de espejos que le permiten reflejar la luz.

Cerca del 10% de los habitantes de Bogotá pertenecen a la comunidad LGBTI. Por esto, para Edison Ramírez, el dueño de Theatron, no es descabellado pensar que aproximadamente 80.000 personas hayan ido a la discoteca ya que esta cifra representa solo el 1% de la población gay de la capital. Con el objetivo de satisfacer al público, además de ofrecer nueve rumbas distintas con cada uno de sus ambientes, en Theatron se realizan eventos como reinados homosexuales y fiestas temáticas.

El otro mundo detrás de las puertas

Entré a la discoteca, pagué los dos mil pesos que costaba guardar las pertenencias en un lugar seguro y di rienda suelta a mis ojos y a mi cuerpo para que observaran y sintieran el lugar. Había de todo un poco: hombres mayores que, viéndolos en la calle, jamás imaginaría que gustan de otros hombres; mujeres con cara de madres y hasta de abuelas que acuden a estos sitios para descansar del peso que representa vivir en una sociedad machista y homofóbica; camisetas escotadas en espaldas anchas que pueden lucirse solo de noche; gargantas que tragan licores que estimulan el cuerpo y elevan la mente; babas que se mezclan sin necesidad de conocerse, sudores que se juntan sin intención; caderas que se mueven con un ritmo exagerado y una sensualidad provocadora; manos gruesas y velludas atadas entre ellas para recorrer el lugar y detenerse de vez en cuando para que lo que se junte sean los labios; rincones que permiten ser y estar, vivir y sentir, tocar y besar; identidades que se difuminan en el humo rosado y la música que ataca el corazón; humores que se juntan y fluidos que se esparcen; manos que se inquietan y botones que se separan; dedos que se sumergen y sexos que se acarician.

Recorrí el lugar para conocer cada uno de los ambientes: el primero fue Teatrino, que estaba justo después de la puerta de ingreso al sitio. La música electrónica hacía vibrar los corazones de los que ahí estábamos y e incitaba a nuestros cuerpos a moverse, consciente o inconscientemente. Pocas mujeres y muchos hombres, todos entre los 18 y 55 años de edad, aunque excepcionalmente se veían personas un tanto mayores que quizás eran papás, tíos o abuelos, o de pronto las tres o tal vez simples homosexuales viejos. Mi siguiente destino fue Plaza Rosa, la terraza del bar. Era el lugar adecuado para intercambiar palabras debajo de un pedazo de cielo de Bogotá puesto que la música no acobardaba las voces. Humo de cigarrillos y vasos anaranjados, de los que daban a la entrada para llenar de licor cuantas veces uno quisiera, era lo que más se hacía visible en esta plaza. Arriba, en una torre, un reloj; al frente, una tarima que anunciaba una presentación horas más tarde; en el medio, hombres y mujeres hablando, conociéndose y conquistándose; alrededor, siete fachadas que conducían a los otros ambientes de la discoteca.

Una de las puertas me condujo a Época, un ambiente cuya música retro evoca lo mejor de los 70’s, 80’s y 90’s. Mientras pedía en la barra que llenaran mi vaso de vodka, me llamaron la atención los bármanes con sus particulares atuendos: sus cabezas sostenían enormes pelucas al mejor estilo afro y sus torsos estaban forrados por camisas de flores y sin mangas. Por sus manos se deslizaban con mucha agilidad las botellas que vertían su contenido en los vasos anaranjados cuyos dueños esperaban ansiosos en las sillas. En el fondo, una silla ochentera gigante desde donde, ya con el vaso lleno, me senté a saborear mi trago. En la pista bailaban todos en grupo, como una gran familia, contrario a lo que vi en el primer ambiente en el que la música electrónica hacía sentir a cada persona única y exclusiva en el escenario.

Mi siguiente visita fue al Theatron, el gran ambiente que lleva el mismo nombre de la discoteca. Desde una baranda ubicada en la parte superior del espacio pude ver los cientos de cuerpos que se movían con la música, la gran bola discotequera y la tarima donde realizan las presentaciones más importantes. Olía a sudor y a loción de hombre. Las miradas se cruzaban, se detenían y después saltaban para cruzarse con otras. Los cuerpos se rozaban, se unían y se despegaban. Cada quien se sentía único y se movía como si todos a su alrededor estuvieran observándolo. Yo envidié las caderas de algunos hombres porque sé que las mías difícilmente lograrán esa perfección y sensualidad en el movimiento.

Ya era poco más de media noche. Continué con mi recorrido mientras me dejaba atrapar por la rumba de cada ambiente que visitaba. Después de visitar XUÉ, un lugar que con su ambientación recrea las culturas de los pueblos indígenas, empezó el momento de los “no”: “no puede entrar, señorita. Este es un ambiente solo para hombres”. La frase me la repitieron tres veces y me indigné un poco. ¿Por qué discriminan a las mujeres en lugares como estos? ¿No se trata de incluir, de aceptar las preferencias sexuales, de no juzgar al otro por el género que le tocó así lo acepte o no? Nada qué hacer. La condición de estos ambientes era dejar entrar solo hombres y transvestis. Me mandaron entonces para Eva, el paraíso de las mujeres, el ambiente donde lo único inadmisible eran los hombres. Lo veía todo rosado. En el centro de la pista, mujeres bailando. Adentro de la barra, mujeres atendiendo. Afuera de la barra, mujeres besándose. En las sillas, mujeres hablando. En los baños, mujeres arreglándose. En un sillón, dos mujeres de más de cincuenta años, con cabellos cortos y gafas de aumento, hablando abrazadas con sus caras muy cerca.

Miradas que delatan intensiones nocturnas

Theatron no es uno de esos sitios en los que se conquista con cortesía y caballerosidad. Allá las miradas lo son todo: miradas a quien se para, a quien baila, a quien se devuelve y a quien bebe; miradas a quien está al lado de la barra e incluso a quien orina en el baño del lado. Miradas que evitan palabras y delatan intenciones. Miradas que contienen un “Hola, ¿cómo estás? Mucho gusto, me pareces atractivo y me gustaría conocerte un poco más”.

Fue lo suficientemente evidente para que yo lo notara. Las miradas son la táctica usada por excelencia para concretar intereses entre quienes disfrutan de la rumba. Es común que algunas noches de pasión, después de salir de la discoteca, se inicien solo con una mirada fija durante varios minutos, que luego pasa a ser roce de cuerpos y después se convierte en sexo.

Salí de Theatron poco antes de las dos de la mañana. La calle estaba atiborrada de gente y la cuadra tenía varias residencias en cuyas habitaciones se podía pasar la noche por $50.000. Muchas parejas salían de la discoteca y se dirigían hacia la calle 13 o hacia alguna de las residencias para terminar lo que en el bar se había iniciado. Peleas y llantos no faltaron en la calle. Una pareja de hombres discutía. Uno de ellos lloraba sin consuelo mientras el otro trataba de calmarlo y de ponerle la camisa que, con rabia, se había arrancado del pecho.

Adentro continuaba la rumba hasta las 3 a.m. Hombres y mujeres seguían en sus planes de conquista o de diversión. Personas homosexuales continuaban expresando sus sentimientos sin recibir las miradas esquivas que las golpean en las calles. La mayoría de gente seguía estando al otro lado de la puerta, esa puerta que parecía separar dos mundos distintos y crear uno donde solo importan los que afuera todavía luchan por ser aceptados.

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